La poesía de verdad






Hoy en día estamos acostumbrados a ver poesía comercial que ha perdido la verdad. Antaño, se escribían sobre cosas que dolían de verdad. Y que mataban.

Porque ahora sólo se habla de amor y de amor nunca nadie murió.

 

 

Cuando iba a sexto de primaria, me hablaron por primera vez de Miguel Hernández, poeta de la generación del 27 y del 36, del que hace unos días fue el aniversario de su nacimiento. 

Me hablaron de un poema en concreto que me dejó encogido al leerlo, y me hice fan de Miguel y de la verdad.


Miguel Hernández tuvo dos hijos, pero el primero murió.

Perteneciente al bando republicano, fue encarcelado tras la guerra civil española. En la cárcel poco podía hacer más que escribir o desesperarse, como le contó a su esposa en una carta.

Un día Josefina, su mujer, le manda una carta en la que cuenta que su hijo y ella sólo tienen pan y cebolla para comer. 

El poeta, angustiado y deseando ver a su mujer, pero sobre todo a su hijo, plasma su desesperación con uno de los clásicos de la literatura:

  

"Las nanas de la cebolla"


 

La cebolla es escarcha


cerrada y pobre.


Escarcha de tus días


y de mis noches.


Hambre y cebolla,


hielo negro y escarcha


grande y redonda.


 


En la cuna del hambre


mi niño estaba.


Con sangre de cebolla


se amamantaba.


Pero tu sangre,


escarchada de azúcar,


cebolla y hambre.


 


Una mujer morena


resuelta en luna


se derrama hilo a hilo


sobre la cuna.


Ríete, niño,


que te tragas la luna


cuando es preciso.


 


Alondra de mi casa,


ríete mucho.


Es tu risa en los ojos


la luz del mundo.


Ríete tanto


que mi alma al oírte


bata el espacio.


 


Tu risa me hace libre,


me pones alas.


Soledades me quita,


cárcel me arranca.


Boca que vuela,


corazón que en tus labios


relampaguea.


 


Es tu risa la espada


más victoriosa,


vencedor de las flores


y las alondras.


Rival del sol.


 


Porvenir de mis huesos


y de mi amor.


La carne aleteante,


súbito el párpado,


el vivir como nunca


coloreado.


¡Cuánto jilguero


se remonta, aletea,


desde tu cuerpo!


 


Desperté de ser niño:


nunca despiertes.


Triste llevo la boca:


ríete siempre.


Siempre en la cuna,


defendiendo la risa


pluma por pluma.


 


Ser de vuelo tan alto,


tan extendido,


que tu carne es el cielo


recién nacido.


¡Si yo pudiera remontarme al origen


de tu carrera!


 


Al octavo mes ríes


con cinco azahares.


Con cinco diminutas


ferocidades.


Con cinco dientes


como cinco jazmines


adolescentes.


 


Frontera de los besos


serán mañana,


cuando en la dentadura


sientas un arma.


Sientas un fuego


correr dientes de abajo


buscando el centro.


 


Vuela, niño, en la doble


luna del pecho:


él, triste de cebolla,


tú, satisfecho.


No te derrumbes.


No sepas lo que pasa


ni lo que ocurre.


 

 

 



 


 


 

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